Una serpiente se desplaza sobre el agua, como si fuera un mal presagio, como si fuese lo que dios envió como castigo para un espacio del pecado, y vamos a ver ruinas y los restos de los que nos dejó el huracán. No como catástrofe de la naturaleza, sino con la fuerza animal de los hombres que hacen de la adicción, su motor y su centro.
Ahí está Nicholas Cage, en su interpretación más desbocada, si es esto posible, fuera de registro y presa de una fiebre alucinada, un herramienta que Herzog mueve a su antojo, como un nuevo Kinski, dispuesto a beber toda la droga del universo para soportar el dolor físico y enfrentar un viaje por un universo a lo David Lynch de New Orleans.
Nicholas Cage y Val Kilmer apostando sobre la vida del convicto en la celda bajo el agua es un inicio de pesadilla y amoral.
Iguanes y caimanes, inmigrantes africanos ilegales, droga, crímenes, corrupción y alcohol, en una travesía sin sueño por el derrumbe de un adicto en clave de policial negro.
Padres alcohólicos con perros que nadie cuidad, mejicaneadas y bolsas con cadáveres arrojados al río.
Como dice este maldito policía interpretado por el espíritu de Kinski en Cage: dispárenle aunque esté muerto, su alma sigue bailando.
Roberto Camarra
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