La última película de Almodóvar es un sincero homenaje al acto de cinematografiar, la paradójica historia de un director de cine que lo pierde todo, pierde la posibilidad de ver y lo único que gana es una identidad que aparece y desaparece. Almodóvar no se pierde de hacer citas a grandes directores de thrillers como Hitchcock y Michael Powell, recrea atmósferas densas, sentidas, cada uno de los abrazos que se dan Lena (Penélope Cruz) y Henry/Mateo (Lluis Homar) dan escalofríos, por las ganas de que no se suelten nunca y por lo tràgico de lo predestinado que se percibe.
No faltan rastros de humor en esta obra que retrata a la mujer como víctima en un universo masculino, víctima del amor mismo (muy parecido en este punto a lo que hace Gaspar Noè con Mónica Bellucci en Irreversible) en estado puro.
Es conmovedoramente inquietante la escena en la que Mateo toca la imagen de Lena proyectada sobre la pared y siente su presencia/ausencia. Me vino a la cabeza de manera irremediable la obra de Lucila Quieto sobre la presencia invocada de sus padres a partir de su ausencia.
Lucía Luna
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