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24 feb 2019

Plantas del desierto, manantiales de las sequías


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Inesperadamente, y en términos de soledad e intimidad, el desierto puede ser un espacio fértil, repleto de plantas que no vemos con los ojos y rodeada de agua que ejerce de manantial en la sequía. "La madre del desierto" es la historia reapropiada de la ya conocida leyenda de Deolinda Correa, la santa pagana que buscando el rastro de su marido, muere deshidratada en el desierto, entre La Rioja y San Juan, amamantando, aun después de muerta a su pequeño bebé sin nombre. Deolinda, vestida de rojo, muerta de cansancio, de calor y de sed, se convirtió en el símbolo de la devoción de la potencia solidaria femenina. La puesta del cuerpo de la mujer/madre es la protagonista de esta leyenda, que ilustra la posibilidad de dar vida y sostenerla, incluso cuando ya no queda nada para el cuerpo cansado. Por esta razón es que la supervivencia del hijo a partir del cuerpo de su madre, es considerado el primer milagro de la santa pagana.
Repuesta para la temporada 2019 del Teatro Nacional Cervantes, "La madre del desierto" de Nacho Bartolone, narra las peripecias de la misma Deolinda, que le canta, amamanta y cría al Bebo, el pequeño que le exige la teta permanente, el alimento, la conexión y la relación con su cuerpo. El Bebo también pide amor, juegos, más teta, y si bien es inseparable de su madre, es la paradoja de la soledad maternal. La boca de Deolinda se convierte en la expresión necesaria de un nuevo lenguaje que relaciona a la madre sufriente y cansada con su hijo exigente y necesitado. Quién se lleva al padre, por qué se va, por qué no vuelve, a dónde fue, qué siente él al ser separado de su familia, son preguntas que van quedando en el paisaje del desierto, tan demoledor como resonante. Si en la historia popular, la difunta Correa es la única figura mística femenina, Bartolone la saca de ese olvido capitalino al que estamos condenados los que vivimos fuera de los pueblos y sus mitos y la convierte no sólo en una mujer estimulada por la búsqueda, sino también movilizada por el deseo, el canto, el baile y la decisión de no ser una mujer mamadera al servicio de su hijo; Deolinda elige la manera de dosificar el manantial lácteo que sale de sus pechos. "También los que duermen rigen el orden del mundo", dicen susurrando Deolinda y su hijo mientras cruzan el desierto, y visibilizan el lugar de la tan descreída no acción, del ocio, del sueño. El sueño es el lugar de encuentro, de madres, de hijos, de cansados, de dormidos, de tristes que son felices en mundos construidos, de muertos y de vivos,  el orden del mundo les corresponde a ellos, la suma de la luz, el íntimo aislamiento. Deolinda, la incansable, la que cuando en el cansancio muere, pero sus pechos alimentan, rige el orden del mundo desierto construido para su hijo, el que aún no es bautizado, el que aún no tiene nombre. Las cosas que no tienen nombre son de naturaleza extraña, bautizar, nombrar, es decir "esta vida ha comenzado". Ese nombrar de su bebé, es lo que urge a Deolinda en su viaje. Nombrar es volver independiente, es dejar que la semilla pueda lo que sea que vaya a poder. Quizás en "La madre del desierto" finalmente no sabemos nada, pero sólo de ese viaje saldrá la abundancia de la acción del nombrar pero también del dormir, del soñar y finalmente, del descansar.

Lucía Luna

La madre del desierto, de Nacho Bartolone, de jueves a domingo en el Teatro Nacional Cevantes.

Con: Alejandra Flechner, Santiago Gobernori
Producción Silvia Oleksikiw
Asistencia de dirección Gladys Escudero
Colaboración artística Maria Florencia Rúa
Música en escena: Victoria Barca, Franco Calluso
Coreografía: Carolina Borca
Video: Leo Balistrieri
Música original: Victoria Barca, Franco Calluso
Iluminación: David Seldes
Escenografía y vestuario: Endi Ruiz
Dirección: Nacho Bartolone


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