Yo vi a Daniel Johnston cantar: temblaba, perdido de sí mismo, como esos dibujos en los que hace en los que hay seres que tienen las cabezas abiertas y no hay borde que evite el terror de la experiencia. Las canciones parecían a punto de romperse, como si aquello no fuera a seguir o a suceder, su mente convertida en un palacio de cristal inclinado sobre un abismo que desmoronaba.
Kurt Cobain usó una remera con un dibujo suyo que lo hizo conocido. A lo mejor los únicos que entienden a los rotos, son los que están a punto de romperse.
Daniel parecía pertenecer a la especie de los que grababan tapes, en otro tiempo en el que todo era casero y artesanal y precario y que se estira como lo es lo analógico; cintas electromagnéticas que patinan en grabadores al que les falta alguna tecla. Con tapas únicas dibujadas a mano. Los que hacen fanzines que pegan en collages con plasticola y van a las calles a dejarlos para que se los lleven o se los roben y a marcar las pistas de lo silenciado en las paredes que gentrifican toda vez que pueden los que nunca van a entender a los dañados.
La locura nunca es agradable, y entra sin pedir permiso y es un espanto tardío en el que no hay baile posible. No es reconocible, porque todo lo demás reconocido no es más que una farsa a la que juegan los que son tan fríos que es imposible que se vuelvan locos. Los que frecuentan playas de veraneo, y los que compran en shoppings y aplauden a las fuerzas y las jerarquías de lo instituido y que trabajan por mala paga en oficinas sin ventanas y escapan para fumar cada media hora porque no pueden con el humo que les empaña la cabeza.
Creo que ya sabía de él, y del documental, y del artista al que lo internan, y de sus dibujos y de una voz improbable, costosa, doliente, con una pronunciación a punto del ceceo porque lo pasamos en Alta Fidelidad cuando salíamos por Radio de la Ciudad, o acaso un poco más tarde.
Pero no hay fidelidad posible en la tristeza, aunque estemos lo suficientemente lúcidos para pagarnos una bebida, para irnos de vacaciones, para creer que podremos pensar algo de manera correcta, para que no te afecte aquello que te lastima, de una manera que no puedas dejar de pensar en eso hasta que todo sea esa locura.
Yo vi a Daniel Johnston cantar. Creo que todos los que estábamos ahí no pensábamos cuánto debe haber dolido estar en un avión, dudar, y renunciar, y llegar al escenario y casi no, y estar ahí un rato, al límite de lo que cantarías, mientras los otros, los que miramos, los que te miran son espectadores un tanto morbosos que nadan en el dolor ajeno.
Pero estamos absolutamente lastimados y al no ser como Daniel vamos por ahí, ignorando a los otros infelices arrojados a las calles que mendigan un acto automático, a la deriva de su propia miseria.
Alguien que vio a Daniel Johnston cantar es probable que creyera que era mejor verlo a él porque a lo mejor no se derrumbaba ahí mismo en el escenario y al salir luego esquivó indemne a los locos que se te tiran encima pidiéndote monedas a cambio de textos mal cortados de papeles mugrientos escritos por otros, o tiras de chicles vencidos o chocolates sin sabor que extraen de cajas cuando miran a otros lados como si todo los persiguiera porque a lo mejor los único locos que quedan bien para nuestro esnobismo vacío son los que paren poesía en los circuitos de culto mientras no se derrumben como los de la calle.
Creemos que nos compadecemos o que podemos sentir así, pero ellos están infinitamente peor y la única manera de entender ese lado es haber estado ahí, y la verdad, no es un paraíso para turistas que gastan sin culpas sus excedentes en paisajes exóticos que los distinga del vulgo al que aspiran a no pertenecer.
Charles Bukovsky escribió
Y si las moscas usaran ropa
y todos los edificios ardieran en
fuego dorado,
si el cielo se sacudiera como
en la danza del vientre
y todas las bombas atómicas empezaran a
gritar,
alguna gente sería joven y nada más
y alguna gente sería vieja y nada más
y el resto sería lo mismo,
el resto sería lo mismo.
Los pocos diferentes
son eliminados bastante rápido
por la policía, por sus madres, sus
hermanos, y otros
por sí mismos.
Lo que queda es lo que
ves
es duro.
y todos los edificios ardieran en
fuego dorado,
si el cielo se sacudiera como
en la danza del vientre
y todas las bombas atómicas empezaran a
gritar,
alguna gente sería joven y nada más
y alguna gente sería vieja y nada más
y el resto sería lo mismo,
el resto sería lo mismo.
Los pocos diferentes
son eliminados bastante rápido
por la policía, por sus madres, sus
hermanos, y otros
por sí mismos.
Lo que queda es lo que
ves
es duro.
Pero no dijo que la mayoría de las veces, nosotros, los que nos creemos sensibles porque escuchamos a un hombre que se deshace enloquecido y a punto de morir al desafinar canciones de amor que hablan sobre chicas que él desconoce y que no lo recuerdan, canciones que le susurran a amigos imaginarios que no han estado nunca en el Mac Donald`s en el que trabajaba cuando intentaba regalar o vender cassettes regrabados en la oscuridad de la casa de sus padres, nosotros, en el fondo, somos de una especie inconmovible. Nosotros: que no somos más que esas madres y hermanos y policías de los que habla Bukovsky y nuestra piedad es una comida que se deshace fácil y de todos modos como nos cantara Daniel, vivimos vidas en vano y no vamos a ningún lado.
Roberto Camarra
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