Días sin Huella.
¿Quiénes somos? Después de Freud, pareciera no quedar sino la confusión de los deseos
desesperados.
Desesperados y heroicos y aún así, miserables padres que
ajusticiamos a los hijos que son distintos y a los que nos socorren. Podemos
ser miserables y mentir y acusar a los amigos. Podemos vivir confundidos sin
dejar una huella propia en los días.
En El Vuelo, la
película de Robert Zemeckis, Denzel Washington es un piloto que
justifica su falta de control. Pide que no le enseñen a mentir porque él ya es
un especialista en la mentira y el ocultamiento. Soberbio y decadente, no puede
más que al intentar no caer, arrastrarlo todo, luego de salvar a un avión y a
sus pasajeros con una maniobra imposible pero que hace intoxicado de sustancias
múltiples. Dan ganas de tomar cocaína y
salir a pilotear jets, dice el molesto dueño de la aerolínea al que no le
interesa nada salvo evitar los costos económicos del accidente aéreo.
Necesita contar, pero nadie necesita escuchar lo que no es
posible decir. Como en El Vuelo. Está
todo construido para seguir adelante con la representación, pero tanto Charlie (Julio Chávez) como Whip (Denzel Washington) caen porque ven algo irresistible en el
abismo y porque ya no pueden sostenerse.
En Días Sin Huellas,
del gran Billy Wilder, Ray Milland deja atrás todo lo que los otros personajes
ven, lo que nosotros como espectadores vemos; una figura encantadora a la que
arrastra la fuerza de un torrente, la del alcohol: lo único que le importa es
la botella. Ni las mujeres que cruzan en los bares o en los hospitales y que
parecen ir al rescate pueden hacer algo, ni con Don, el borracho de Milland que
roba a la mujer que lo ayuda para seguir bebiendo ni con Whip de Washington que
manipula a su compañera de trabajo en un velorio para que no delate lo que
todos saben y callan. Nada pueden hacer salvo seguir viviendo para seguir
bebiendo. Tipos encantadores que no hacen sino asomarse al abismo lleno de
vacío infinito y jugar a que flotan.
Como si fuera más fácil dar vuelta un avión en el aire que
saber lo que queremos, o amar a una cabra que entender nuestra desesperación.
Robert Zemeckis
dirigió Volver al Futuro. Entonces
odié de la película esa idea del retorno al pasado para convertir en éxito el
fracaso cotidiano.
Pero con el reestreno pensé en si el regresar al pasado
evitaría nuestras perversiones, qué impediría (como en Volver al Futuro 2), que todo sea mejor pero de una manera
idénticamente espantosa. ¿Volverían al pasado los personajes de Don, o Whip o
Charlie a modificar las causas del espanto? ¿Podrían encontrarlas y corregirlas
para volver al futuro y encontrarse espantosamente convertidos en una monstruosa
normalidad?
En La Cabra , el puro amor es confundido en la
mirada de un animal, (Werner Herzog hablará
en Grizzly Man, de la indiferente
mirada de la naturaleza), pero es la naturaleza humana la que hace que tanto que
el piloto de El Vuelo como el
arquitecto de La Cabra o el periodista de Días Sin Huella encuentren quiénes no son en la cocaína, en el
alcohol o incluso en el amor de una cabra que se llama Silvia.
Mientras el Charlie
de Chávez termina de rodillas, y el Don
de Ray Milland cree que la copa es apenas una copa más de tiempo hacia
adelante, el Whip Whitaker de Denzel Washington se sorprende con la
pregunta final del hijo y de alguna manera su rostro se ilumina porque después
de todo, hace rato que olvidamos lo luminosas que pueden ser las preguntas de lo que no tiene respuestas en
las que buscamos las huellas de nuestros días.
Roberto Camarra
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